Volver a casa

 


Volver a escuchar el ripio del camino que se apelmaza en los zapatos, justo antes de llegar a casa. 

Abrir el portón que divide lo ajeno de lo propio, dar unos pasos y ver cómo cambia la tierra bajo los pies. 

Mi casa es la puerta hacia un monte inabarcable. Un manto irregular de terciopelo verde que, como un titán, sostiene rocas inmensas que nos muestran el esqueleto de la tierra. 

Todavía no llego a casa y los perros ya han salido a ladrar. No están todos, pero recuerdo a las bestias antiguas corriendo con la lengua afuera, justo antes de abalanzarse para saludar. Aquellos eran cariños salvajes, que enlodaban la ropa y rasguñaban la piel. Recuerdo esas patas en mis hombros y los saltos impacientes con que intentaban acercar sus caras a la mía. No sé decir cuánto los extraño. No sé decir cuánto sangraría de nuevo para saludar una vez más a esos guardianes, fieros y tiernos, con sus lomos mojados de invierno.

No he llegado pero ya estoy cubierta de barro. Me quedan algunos pasos para abrir la puerta. Antes de entrar, huelo la leña que está apilada. El hacha reposa en un ángulo que deja ver la estatura de mi padre. 

Abro la puerta y adentro hay calor: el fuego que cuidan en la estufa a leña y que grita que este es un hogar. Las teteras encima, con el agua siempre a punto de hervir.

Despojarse de abrigo y zapatos es instintivo. 

Mi papá está sentado en su sillón, con un gorro de lana. 

Mi mamá me abraza y sonríe. Comienza a preparar un té y me muestra el kuchen que hizo para recibirme (que está a la mitad porque mi papá no se aguanta). En esta época no hay más fruta que las manzanas de guarda. 

He llegado. 

Me siento en el puesto que da a la ventana. Esta sí soy yo. 

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